El alma de la cocina chilanga yace en una canasta, arropada con papel de estraza y plástico azul. Es un taco sudado. Pequeño, del tamaño de una tortilla número 14 (dos o tres mordidas), relleno casi siempre de papa, frijol o chicharrón –el triunvirato esencial de la patria taquera–, aunque a veces aparece adobo, pastor, pollo con mole o cualquiera que sea el guisado del día. Taco viajero, bicicletero, banquetero y urbano, el más perdurable de todos, comestible desde la mañanita hasta que se vacía la canasta por la tarde. Antojo cómodo y alivio rápido de estudiantes, oficinistas y transeúntes apurados.
Dos salsas verdes: la cruda con aguacate que no pica (sí pica) y la cocida con habanero que pica (pica recio). Lo comemos de pie, servilleta bajo el plato, con dedos resbalosos y labios brillosos por la grasita que los mantiene calientes y suaves durante todo el día. El taco de canasta –o taco sudado–, quizá el primer taco en venderse en la Ciudad de México, es el padre de los tacos callejeros mexicanos. Debería estar en el Himno Nacional.
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