Los oficios de la comida callejera, y quienes los ejercen, mantienen viva su esencia. Nos antojan y preservan tradiciones que enriquecen la cultura citadina. Por eso, los honramos.
A las seis de la mañana ya hay pan y café en canastas y termos sobre un triciclo. Aunque quien pedalea no hornea, lo llamamos «el panadero del triciclo» y su oficio es tan antiguo como las panaderías donde se abastece antes del amanecer. Su labor es indispensable para una ciudad que necesita café para despertar y pan dulce para hacerlo de buenas.
El merenguero es más discreto pero admirable. Su oficio es de riesgo y destreza, prepara gazntes delicados como una artesanía y luego los equilibra en una charola sobre la cabeza mientras camina y pregona: «¡Merengues, hay merengues!».
También está el tortero, con su tiendita o puesto sobre la banqueta; el barbacollero, que aparece los fines de semana o en días de tianguis y, entre muchos más, el camotero, que brilla por la profunda nostalgia que evoca el silbido de su carrito. Pregón sin pregón, su sonido melancólico dibuja un México antiguo, cuando había más tiempo para disfrutar de unos plátanos calientitos con crema y canela. Más que un oficio, es una fuerza que nos empuja a la calma.
¡Larga vida a quienes dedican su vida a los oficios de la comida ambulante!